Annalena Baerbock, se dirige a la Asamblea General de la ONU ayer.

El inicio del octogésimo período de sesiones de la Asamblea General de las Naciones Unidas, a partir de hoy, 23 de septiembre de 2025, en su sede de Nueva York, es mucho más que un simple evento protocolario.

Bajo el lema “Juntas y juntos somos mejores: más de 80 años al servicio de la paz, el desarrollo y los derechos humanos”, este encuentro anual debería ser un faro de esperanza y cooperación en un mundo convulso. Sin embargo, en la práctica, se presenta como un reflejo desgarrador del estado actual del mundo, y de la profunda crisis que atraviesa la propia organización.

La reunión expone sin tapujos las profundas carencias y la creciente impotencia de una institución que, a pesar de su innegable relevancia histórica, parece estar a la deriva en un océano de crisis globales.

La sensación que prevalece es que estamos presenciando el lento y doloroso desangramiento de una institución vital, justo en el momento en que más se necesitaría una voz unificada y una acción contundente.

Más que un foro para soluciones, la Asamblea General se ha convertido en un espejo de las divisiones y rivalidades que definen el orden mundial, una reunión que recuerda constantemente los desafíos y las aspiraciones de un planeta que, a menudo, parece al borde del abismo.

La parálisis del sistema y la ley de la selva

La ineficacia de la ONU es un problema crónico, pero las múltiples crisis que se superponen en el debate de este año la exponen de la manera más cruda posible. La invasión rusa de Ucrania, el brutal conflicto en Gaza y la situación en Sudán, son ejemplos de cómo la organización, creada para mantener la paz y la seguridad, se ve paralizada por sus propias reglas.

El principal culpable es el sistema de veto en el Consejo de Seguridad , un mecanismo anacrónico que otorga a cinco potencias (Estados Unidos, Rusia, China, Reino Unido y Francia) el poder de bloquear cualquier resolución, sin importar el consenso global.Este poder de veto, diseñado en un mundo de posguerra muy diferente al actual, ha convertido el Consejo en un campo de batalla de intereses nacionales.

Las grandes potencias, inmersas en sus propias rivalidades geopolíticas, lo utilizan para proteger a sus aliados o para avanzar sus agendas, incluso a costa del sufrimiento humano. La consecuencia es una escalofriante vuelta a la "ley del más fuerte", donde los principios de soberanía y derechos humanos son sacrificados en el altar de la impunidad. Vemos cómo resoluciones que podrían haber enviado ayuda o condenado atrocidades son bloqueadas con un simple "no".

La situación en Gaza es particularmente ilustrativa. La falta de una acción unificada de la ONU, debido a la parálisis en el Consejo de Seguridad, ha dejado a la población palestina en una situación desesperada. La situación es tan tensa que la propia Casa Blanca ha negado un visado al presidente palestino, Mahmud Abbas, obligándolo a intervenir por videoconferencia.

Este acto no es solo una falta de cortesía, sino una demostración flagrante del desprecio que algunas potencias manifiestan por el organismo y por las normas que supuestamente lo rigen. Si las instituciones que deberían ser la máxima autoridad moral del planeta no pueden hacer valer sus propias reglas, ¿qué esperanza nos queda? Es una pregunta que los líderes mundiales deberían hacerse en cada una de sus intervenciones en la Asamblea.

Más allá de la geopolítica: una crisis financiera y de credibilidad

La Organización de las Naciones Unidas (ONU) enfrenta una tormenta perfecta que va mucho más allá de las disputas geopolíticas que dominan los titulares. Mientras el mundo se debate entre conflictos como los de Gaza y Ucrania, la institución se desangra internamente debido a una grave crisis financiera y de credibilidad.

La decisión de Estados Unidos de recortar drásticamente sus aportes económicos, que tradicionalmente constituyen una parte significativa del presupuesto de la ONU, es un golpe directo a su capacidad operativa. Este recorte no solo afecta a las grandes reuniones y debates, sino que tiene un impacto devastador en el trabajo de sus numerosas agencias especializadas.

Agencias como la UNICEF, el Programa Mundial de Alimentos o la Oficina del Alto Comisionado para los Refugiados, que actúan en la primera línea de las crisis humanitarias, ven sus presupuestos mermados y su capacidad para ayudar a los más vulnerables seriamente comprometida.

A pesar de las críticas justificadas sobre su burocracia e ineficiencia, el sistema de las Naciones Unidas ha sido y sigue siendo un actor fundamental para aliviar el sufrimiento humano. Sin estos fondos, se ponen en riesgo programas de vacunación, distribución de alimentos en zonas de hambruna y la protección de millones de desplazados, convirtiendo la indiferencia política en un costo humano real.

El Secretario General, António Guterres, ha sido el primero en sonar la alarma. Con una franqueza inusual, ha señalado que los pilares de la paz y el progreso global se tambalean bajo el peso de la impunidad, la desigualdad y la indiferencia. Su diagnóstico no podría ser más preciso. La crisis financiera es, en el fondo, una crisis de confianza en el multilateralismo. El mensaje es claro: si las grandes potencias no apoyan financieramente a la organización que ellas mismas ayudaron a crear, su credibilidad se desvanece.

Es cierto que el pasado de la ONU está salpicado de errores y abusos de poder, pero mirar hacia atrás con nostalgia no nos ofrece una solución. En un mundo cada vez más interconectado y complejo, la ONU, con todas sus deficiencias, sigue siendo una condición necesaria para evitar que la ley del más fuerte se imponga por completo. Es el único foro donde 193 naciones de diferentes tamaños, ideologías y niveles de desarrollo pueden sentarse a dialogar. La alternativa a este espacio de cooperación, una anarquía internacional sin reglas ni instituciones, es un escenario mucho más peligroso y volátil que el que vivimos actualmente. En lugar de debilitar a la ONU, es imperativo fortalecerla para que pueda enfrentar los desafíos del siglo XXI.

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