La transformación de Siria ha sido sencillamente extraordinaria , para bien y para mal. La caída del régimen de Assad, la emergencia del presidente Ahmed al-Sharaa, y el (parcial) levantamiento de las sanciones, traen consigo un espejismo de normalización. Pero el discurso político, como tantas veces en la historia, se revela insuficiente ante la urgencia de la realidad.

En el trasfondo de esta nueva, e incierta, Damasco, persiste una voz que, si bien apacible en apariencia, esconde una renuncia profunda: la exigencia de federalizar Siria. Es una solución que se vende como el único antídoto contra el sectarismo y la autocracia, pero que bien podría ser un veneno lento para un país que necesita, con urgencia, reunificar su cuerpo político.

Claro está, los argumentos a favor de un descentramiento tienen un peso histórico ineludible. Cincuenta años de subyugación bajo los Assad condujeron a una década de guerra civil que no solo brutalizó a la sociedad, sino que la desintegró territorialmente, abriendo el paso a milicias, señores de la guerra y, lo que es peor, a potencias extranjeras.

El genocidio, el surgimiento de ISIS, y la continua violencia extrajudicial contra minorías (como los drusos y alauitas, que sufrieron más de 1.400 muertes desde febrero), ponen en entredicho la capacidad del nuevo gobierno central para garantizar la seguridad de todos. El miedo es, pues, el combustible del federalismo.

Es en este vacío de poder donde grupos como las kurdas Fuerzas Democráticas Sirias (FDS), que tomaron el control de casi una cuarta parte del territorio sirio, levantaron la bandera del federalismo. El concepto es seductor, sobre todo para una audiencia occidental que encuentra ecos en su propio sistema político (el paralelismo con el sistema federal estadounidense es obvio, y por eso se promociona desde Washington). Se promete proteger a las minorías, evitar el conflicto y consolidar la autonomía ganada con sangre.

Pero el ejercicio de la política, en un Oriente Medio sin convenciones, requiere algo más que buenas intenciones y analogías importadas. Un sistema federal en Siria, en este momento, no es la paz; es el reparto de la guerra.

La Promesa Fallida de la Fragmentación Institucional

La Siria que emerge del conflicto es un tejido complejo de milicias, feudos y negocios ilícitos. El federalismo, en este contexto, no premia a la sociedad civil ni a los consejos locales; premia a los actores armados y a los caciques que ya han suplantado al Estado en sus funciones (imponiendo impuestos, controlando yacimientos petrolíferos y puertos valiosos).

Un gobierno moderado y débil en Damasco, incapaz de proyectar poder, dejaría a las poblaciones sirias a merced de la corrupción generalizada y la coerción de estas bandas organizadas.

La evidencia más brutal, aquella que debería helar la sangre de los proponentes, nos llega de los vecinos que ya implementan modelos de reparto de poder:

  • Irak: La experiencia iraquí es un espejo que aterra. El sistema federalizado, implementado tras 2003, se tradujo en el reparto del botín ( muhasasa ). El gobierno central se volvió impotente, permitiendo que una compleja red de paramilitares utilizara la violencia para imponer su influencia. Lo más elocuente es la corrupción desmedida: se estima que Irak ha perdido hasta 300 mil millones de dólares de riqueza desde 2003, una cifra que supera el PIB anual de Siria. El federalismo iraquí no debilitó a las milicias; las integró en el sistema, dándoles licencia para la cleptocracia.
  • Líbano: El sistema de cuotas sectarias libanés (democracia consociacional), si bien no es un federalismo territorial, demuestra que los acuerdos de posguerra que institucionalizan la división, lejos de ser una fórmula para la paz, conducen a la parálisis institucional y la ineficacia. El reparto de puestos clave (presidente maronita, primer ministro sunita, etc.) se ha convertido al Estado en un entramado de clientelismo, donde los líderes políticos velan por sus feudos comunitarios a expensas del interés nacional, facilitando, de paso, la constante injerencia de potencias extranjeras.

La federalización solo codificaría el fragmentado sistema de gobierno sirio y, al hacerlo, perpetuaría la amenaza de la injerencia extranjera. Irán, Israel, Turquía, y los estados del Golfo, que ya utilizaron la guerra civil para promover sus intereses, encontrarían en las regiones autónomas (como ya sucede en el Kurdistán iraquí, observado con recelo por Ankara y Teherán) los flancos perfectos para cooptar facciones independientes.

Un Camino Angosto y Centralizado

La solución al sectarismo y al autoritarismo no es la desintegración del Estado, sino la inclusión real dentro de un Estado funcional. Siria necesita, en este momento de reconstrucción (de su economía, su infraestructura y su tejido social), un gobierno fuerte y centralizado que pueda:

  1. Garantizar la Seguridad: Solo un poder central sólido puede desmantelar o someter las milicias independientes y poner fin a la justicia extrajudicial.
  2. Combatir la Corrupción: Es crucial someter a control estatal las empresas lucrativas (petróleo, puertos, agricultura) hoy en manos de señores de la guerra.
  3. Promover la Inclusión: Una vía más prometedora que el reparto territorial es un sistema de reparto de puestos de poder compartido entre las diferentes tribus y facciones dentro de un gobierno central (una vía lenta, pero que preserva la integridad territorial).

Occidente y la comunidad internacional tienen la obligación de presionar al gobierno de Ahmed al-Sharaa para que tome medidas significativas para la inclusión de las minorías en un gobierno centralizado, en un acto que demuestre que Damasco no solo dice lo correcto, sino que actúa en consecuencia.

El federalismo es una solución ingenua que sacrifica la fortaleza de Siria por una paz nominal. Y, como nos enseña la historia reciente, los países débiles en el Oriente Medio simplemente no sobreviven.

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1 comentario

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