Por Silvana Reñones (*)

Tras la exposición de la vicepresidenta Cristina Kirchner en sus redes sociales, en las que resaltó la inconsistencia de la sentencia dictada por la Cámara de Casación penal en la Causa Vialidad, el término volvió a quedar en el centro de la escena.

En los últimos años, especialmente en nuestra región, ha emergido un concepto que hasta hace poco era desconocido para la mayoría: el lawfare. Este término, que combina las palabras “ley” (law) y “guerra” (warfare), hace referencia a una especie de guerra jurídica. Se utiliza para describir cómo el Poder Judicial se convierte en un actor partidario, con el fin de desprestigiar la carrera política de opositores o bloquear políticas públicas, entre otros objetivos.

La conceptualización del lawfare proviene en su esencia de una situación de guerra que, aunque no se trate de un cruce de proyectiles de la industria militar, causa daños impresionantes al sistema democrático. Es así como se ha señalado acertadamente como el uso estratégico del derecho con la finalidad de deslegitimar, dañar o aniquilar a un enemigo.

Una vez que es la tradición anglosajona la que da origen a este término que se traduce al castellano como guerra-jurídica, por cuanto se debe comprender que el campo donde se desenvuelve son las instituciones de justicia, cumplimiento de la ley y los tribunales.

Lawfare: el derecho es político

Por otro lado, en la actualidad se han identificado conceptos que reflejan mejor la realidad latinoamericana, a partir de las experiencias de los últimos años.

Por ejemplo, se menciona que “es el uso indebido de instrumentos jurídicos para fines de persecución política, destrucción de la imagen pública e inhabilitación de un adversario político” (CELAG, 2023).

Esta nueva realidad se observa también fuera de Latinoamérica, como es el caso de diversas potencias que han recurrido a la guerra judicial, especialmente en el ámbito penal, para perseguir a sus oponentes políticos. En algunos casos, esto se manifiesta de formas más elaboradas que en otras, tal como ocurre en países como China, Israel y Estados Unidos.

En estas situaciones, factores psicológicos, junto con el poder económico y militar, dan lugar a litigios que se convierten en conflictos desiguales.

El lawfare devela que el derecho no es impoluto, no es matemática. El derecho es político, pudiendo convertirse en un simple instrumento en la lucha por el poder en los puestos clave del Estado; Zaffaroni, destaca que la corrupción se ha convertido en el nuevo “mal cósmico” que justifica la manipulación arbitraria del estado de derecho y la justicia en beneficio de quienes detentan el poder.

De esta forma la utilización de la justicia con fines políticos es usualmente empleada de manera encubierta bajo diferentes eslóganes, que refieren a un enemigo público construido contra el cual se debe luchar.

Las conocidas fórmulas de lucha contra la corrupción, en defensa de los derechos humanos o persecución judicial de criminales varios, son sólo algunas de las tantas campañas desleales que muchas veces son utilizadas para subrepticiamente debilitar al adversario político o a un determinado grupo.

Ejemplos de esta lucha aparente, abusando de los recursos jurídicos del Estado de derecho en Europa, Latinoamérica y el resto del mundo sobran.

Esta especie de uso ilegítimo del derecho (en su mayoría, del derecho penal) para combatir al enemigo político produce un claro efecto paradójico de ataque al Estado de derecho en nombre del derecho, el cual debe ser evitado por medio de las propias estructuras legales e institucionales, que recojan mecanismos claros para detectar y reencauzar el uso abusivo de la ley como arma de lucha política.

Porque no debemos pasar por alto, que el lawfare no se desarrolla en un vacío. Se manifiesta dentro de estructuras e instituciones como los Poderes Judiciales y los Ministerios Públicos. Su crecimiento no ocurre espontáneamente si se mantienen condiciones de asepsia institucional. En efecto, su desarrollo requiere una conjunción de circunstancias disfuncionales, como la posibilidad de modificar la composición de los organismos judiciales o alterar las normas procesales que regulan el trámite de las causas.

El rol de los medios y las redes

Los grupos de medios de comunicación y las plataformas digitales juegan un papel trascendental en el lawfare, encargándose de destruir la imagen pública de quienes se atreven a desafiar a los poderes concentrados, ya sea a través de ataques directos o de investigaciones que luego son utilizadas por fiscales o políticos para realizar denuncias. Estas acusaciones se magnificarán y utilizarán de acuerdo a intereses que buscan atraer la atención pública.

En la actualidad, un pequeño grupo de empresas tecnológicas ejerce una influencia inédita, similar a la que en el pasado tuvieron las grandes corporaciones transnacionales que impactaban directamente en la política de naciones enteras.

Este fenómeno, a menudo denominado “tecnofeudalismo”, establece un nuevo orden en el que los gigantes digitales, mediante algoritmos opacos y adaptables—creados para dar prioridad a ciertos contenidos y modificar la experiencia del usuario sin que este tenga claridad al respecto—, controlan prácticamente todo el flujo de información y la elaboración de opiniones públicas, centralizando el poder y moldeando la percepción colectiva de la realidad.

La estrategia más utilizada por estos formadores de opinión, es presentar como “primicias” decisiones judiciales que aún no han sido tomadas, ya sea por lazos con servicios de inteligencia o miembros del Poder Judicial que anticipan resoluciones. Esto genera una presión que puede influir en el resultado de los casos en cuestión.

Prueba de ello, es la reciente sentencia dictada por la Cámara de Casación penal contra Cristina Kirchner en la causa “Vialidad”, cuyo resultado e incluso los fundamentos se dieron a conocer por los medios de comunicación de forma previa a la audiencia judicial.

Guerras jurídicas en Latinoamérica

La práctica del lawfare ha crecido de manera alarmante en América Latina en los últimos años, afectando las trayectorias de destacados líderes progresistas en la región. La saga comenzó el 11 de abril de 2002, cuando el presidente venezolano Hugo Chávez fue derrocado temporalmente por sectores religiosos, militares, medios de comunicación y empresarios. Este golpe de Estado duró casi dos días hasta que Chávez recuperó su puesto gracias a la movilización popular y al apoyo de jóvenes en las fuerzas armadas.

Durante este tiempo, los canales de televisión no cubrieron los eventos, una situación que se muestra en el documental “La revolución no será televisada”. Aunque este primer intento de golpe fracasó, sentó un precedente para otros países de la región.

En junio de 2009, el presidente hondureño Manuel Zelaya fue depuesto con el respaldo de empresarios, partidos políticos, el Poder Judicial y el gobierno de EE.UU., debido a sus reformas sociales. En junio de 2012, el presidente paraguayo Fernando Lugo fue destituido a través de un juicio político exprés que violó el debido proceso, influido por los medios de comunicación.

En 2016, el lawfare facilitó la destitución ilegítima de Dilma Rousseff y el encarcelamiento de Luiz Inácio Lula da Silva en 2018. Lula fue acusado y condenado por aceptar sobornos y corrupción, pero en 2021 un juez de la Corte Suprema anuló las sentencias por considerar que la fiscalía y el juez no habían actuado de manera imparcial. Lula, tras su regreso a la política, derrotó a Jair Bolsonaro en las elecciones presidenciales de 2022.

En Ecuador, el lawfare se ha centrado principalmente en el ex presidente Rafael Correa, afectando también a otros miembros de su partido, como el ex vicepresidente Jorge Glas, condenado por corrupción en juicios muy cuestionados. La persecución se inició en 2017, cuando el entonces presidente Lenín Moreno, apoyado por Correa, cambió su rumbo hacia políticas de la derecha y comenzó a atacar a sus antiguos aliados.

En Colombia, en 2018 se emitieron órdenes de captura internacional contra el exjefe de las FARC y disidente Jesús Santrich por narcotráfico, pero un año después fue liberado por falta de pruebas.

En 2021, la expresidenta interina de Bolivia, Jeanine Áñez, fue encarcelada acusada de corrupción, conspiración y sedición por su participación en el golpe de Estado que derrocó a Evo Morales en 2019.

En los casos de Argentina, Brasil y Ecuador, se ha observado un acoso judicial constante. Lula da Silva acumuló 25 causas y fue impedido de participar en las elecciones presidenciales de 2018, pasando 580 días en prisión por la causa Lava Jato, de la que finalmente fue absuelto.

En Ecuador, Rafael Correa enfrentó 52 denuncias, incluyendo una condena en el caso Sobornos. En Bolivia, Evo Morales es sistemáticamente denunciado, recibiendo al menos siete causas en tres semanas tras la “Marcha por la vida”.

El lawfare en Argentina: de San Martín a Cristina

Argentina se ha convertido en un importante foco del lawfare y la persecución jurídica y mediática contra líderes políticos y sociales en los últimos años. Aunque sus primeros efectos comenzaron a notarse durante el segundo mandato de Cristina Fernández de Kirchner, la situación se agravó con la llegada de Mauricio Macri al poder a finales de 2015. Diversos sectores judiciales, políticos, mediáticos, empresariales y de inteligencia se unieron para atacar al kirchnerismo.

A pesar de que el lawfare es una práctica relativamente nueva en Argentina, sus raíces son profundas. Hace un par de siglos, líderes como José de San Martín ya enfrentaron acusaciones de traición y corrupción. Asimismo, el ex presidente radical Yrigoyen fue acusado de malversación de caudales públicos antes de ser derrocado; aunque luego fue absuelto, ya había sufrido su destitución y ataques mediáticos.

Juan Domingo Perón, elegido tres veces presidente, también fue víctima de este sistema. Desde antes de asumir su primera presidencia, la diplomacia estadounidense lo acusó de ser parte de un régimen nazi-fascista. Durante su mandato, enfrentó acusaciones de traición, dictadura y corrupción, las cuales nunca fueron comprobadas en juicio, pero que lograron empañar su imagen.

En el contexto actual, tras la derrota de Cristina Fernández en 2015, el uso del lawfare se intensificó, sobre todo después de la denuncia del fiscal Alberto Nisman, quien acusó al gobierno de encubrir a los responsables del atentado a la AMIA. Su misteriosa muerte días después generó especulaciones y un intenso revuelo mediático, donde los medios transformaron esta información en herramientas para crear causas judiciales. Esto promovió la idea de que los funcionarios debían ser encarcelados, generando un clima de desconfianza hacia el kirchnerismo y normalizando la persecución judicial.

Contra Cristina Fernández, al menos 654 denuncias fueron acumuladas, de las cuales una docena se transformaron en causas con distintos grados de avance. Más de cien funcionarios de su gobierno fueron procesados por corrupción. El 1 de septiembre de 2022, en medio de un ambiente de hostigamiento judicial y mediático, un atentado contra su vida puso de manifiesto la gravedad de la situación.

Causas como estas se emplean para “disciplinar” a los políticos, afirmó Cristina Fernández. Tiene razón, ya que el propósito no es otro que frenar comportamientos que no se alinean con los intereses de quienes realmente “controlan” a los políticos, a los jueces e incluso a todos nosotros.

Se trata de los poderes económicos, acostumbrados en regímenes autocráticos a manipular a su antojo la política y el gobierno de un país, interviniendo en la elección de presidentes para que resguarden sus negocios y busquen maximizar sus ganancias. En este sentido, aquellas personas que no son sumisas, que no se dejan controlar, que velan por el bienestar de sus administrados y el progreso del país, se consideran una amenaza y deben ser removidas de sus posiciones, como si fueran simples piezas en un tablero de ajedrez.

Tan claramente lo comprendió la vicepresidenta, que el mismo día que Cristina fue condenada en primera instancia, en su discurso dijo: «Esto no es un juicio a Cristina Kirchner, esto es un juicio al peronismo, esto es un juicio a los gobiernos nacionales y populares (…) a los que peleamos por la memoria, la verdad, la justicia, el salario, las jubilaciones, la obra pública», e hizo hincapié en ese punto: «La obra pública, sí, la obra pública fue una formidable gestión de Gobierno».

*Silvana Reñones es abogada neuquina y especialista en Derecho Electoral.

En 90 días, el barrio Rincón de Emilio estará completamente asfaltado

artículo anterior

El narcomenudeo será tratado en la Legislatura de Neuquén

Próximo artículo

También te puede gustar

Comentarios

Los comentarios están cerrados.

Más en ARGENTINA