La madrugada de este martes marcó el final de una vida que fue sinónimo de memoria, lucha y dignidad. A los 100 años falleció Dolores Noemí López Candan de Rigoni, conocida por todos como “Lolín”, la última Madre de Plaza de Mayo activa en Neuquén. Su historia personal, atravesada por el horror de la dictadura, se volvió también historia colectiva, y su presencia fue faro y ejemplo para generaciones enteras en la provincia y el país.
Lolín no fue solamente una madre que buscó justicia. Fue una mujer que, desde la dulzura y la firmeza, supo sostener una bandera que nunca bajó. Incluso en sus últimos años, cuando la fragilidad física empezaba a imponerse, seguía caminando cada jueves hacia el monumento a la Madre, participando de las rondas, de los actos, de los juicios. Hasta marzo de este año —aún a sus 99— no faltó a una sola cita.
Su vida cambió para siempre el 16 de abril de 1977. Su hijo Roberto Daniel Rigoni, militante político, fue secuestrado por fuerzas militares en una casa de La Matanza, provincia de Buenos Aires. Cuatro días después, su cuerpo fue hallado sin vida en una ruta de González Catán. Lejos de rendirse, Lolín y su esposo, Helvecio “Toto” Rigoni, iniciaron una lucha larga y dolorosa para recuperar sus restos, en una época donde el terror silenciaba, paralizaba y desaparecía.
El trámite para repatriar el cuerpo duró años. Recién en 1981, Roberto fue enterrado en Neuquén. Su familia, a diferencia de tantas otras, al menos pudo llorarlo en un lugar. Pero el duelo nunca fue solo privado. En Lolín, el dolor no se encapsuló: se convirtió en bandera.
Fue en esos años oscuros cuando comenzó a organizarse junto a otras madres. Inés Ragni, Aisa Passarini, Zara Arrazola, María Luisa Tronelli, entre otras, fueron las compañeras de una vida que no eligieron, pero que enfrentaron juntas con una convicción férrea: transformar la pérdida en búsqueda colectiva.
La calle como refugio y trinchera
Desde entonces, la calle fue su espacio. La ronda de los jueves, las marchas del 24 de marzo, las audiencias de los juicios por delitos de lesa humanidad. En cada lugar donde la memoria pedía presencia, ahí estaba Lolín. Junto a Inés Ragni, su histórica compañera, formaron la filial de Madres de Plaza de Mayo Alto Valle, una de las más activas del país.
El 24 de marzo de este año, a días de cumplir 100 años, marchó por última vez. En el acto de cierre, su voz temblorosa, proyectada en la pantalla, emocionó a todos: “Seguimos en las calles reclamando por nuestros 30 mil hijos. Pero estamos tranquilos. Tenemos el relevo asegurado”.
Ese mensaje fue también despedida, aunque entonces nadie lo supiera. Con su partida, se va la última madre de la Plaza en Neuquén, pero no su lucha. Porque como dijeron los presentes en su ausencia en la ronda del 20 de marzo: “Somos semilla”.
Un símbolo que trascendió generaciones
Lolín Rigoni no solo fue referente de los organismos de derechos humanos. Fue una figura profundamente querida por la sociedad neuquina. Docentes, estudiantes, sindicatos, movimientos feministas y sociales la abrazaron como una guía moral. Su manera de decir, siempre pausada pero contundente, su calidez, su forma de construir comunidad, dejaron una huella indeleble.
Su imagen, pañuelo blanco en la cabeza y sonrisa dulce, es parte del paisaje político y afectivo de Neuquén. A su alrededor se tejieron redes de memoria que no dejaron que el horror del pasado se pierda en la impunidad o el olvido.
Este martes, al conocerse la noticia de su muerte, las redes sociales se inundaron de mensajes de dolor, respeto y gratitud. Organismos como la Asamblea Permanente por los Derechos Humanos, la agrupación La Revuelta, la Universidad del Comahue y el sindicato APUNC, entre tantos otros, despidieron con palabras emotivas a quien consideraron una guía, un ejemplo, una madre colectiva.
La voz que sigue resonando
“Ni un paso atrás”, dijo en su último discurso. “La calle no se deja, porque ahí es donde se conquistan los derechos”. Frases que podrían parecer consignas repetidas, pero que en su voz tenían el peso de la historia vivida. No eran solo palabras: eran promesas cumplidas.
La lucha de Lolín Rigoni no terminó con ella. Persiste en quienes hoy acompañan los juicios por memoria, verdad y justicia. En los jóvenes que aprenden de su historia. En los pañuelos blancos que aún giran cada jueves en el centro de Neuquén. Y sobre todo, en la certeza de que las ausencias, cuando están hechas de amor y coraje, nunca son del todo ausencias.
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